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Una vez que se ha leído el libro Días de radio de Gabriel Sosa Plata, ya tiene uno todos los elementos para discutir, reflexionar, evocar y valorar un medio de comunicación que siempre es algo más. La radio no es nada más una propiedad de los campos electromagnéticos, ni un espacio en el que ciencia y poesía se unen. Antes que una realidad cotidiana, pienso que la radio es un espacio mental creado por una realidad física, es decir, ese espacio en el que es dable hablar y conversar sin que el interlocutor se encuentre presente, ese hablar y hablar aparentemente en el vacío, esas palabras que, sin embargo, causan una repercusión. En el fondo es un diálogo, pero diferido. Un diálogo, pero con una pared inmaterial de aire en medio y, del otro lado, se encuentra aquel que escucha, el que enciende la radio para oír e imaginar un mundo solo a través de las palabras y las posibilidades del sonido. El poder de la evocación, en un primer momento, porque pienso que la radio tuvo una especie de “época poética” que magnificó las posibilidades estéticas. Hasta la publicidad y la retórica eran sobreactuadas.

 

En sus mejores expresiones, esa radio tuvo momentos inolvidables, jingles y voces que nadie grabó, pero que miles recuerdan. Incluso, existen los que nunca vivieron aquella época de la radio y la recuerdan. La radio es ese teatro de la voz y las posibilidades sonoras, en que dos personajes que no se conocen ni se conocerán viven una especie de romance auditivo porque sucede que si los dos personajes de esa obra se conocieran, se desilusionarían: “Es que el locutor está feo”, “es demasiado vanidoso” o “simplemente es como cualquiera”. La radio nos ha enseñado, a lo largo de un siglo, que existe esa otra realidad, la realidad radiofónica donde las palabras viajan por el espacio, crean una red, se comunican entre sí, sueñan conjuntamente, miden sus inquietudes y sus necesidades. Sabedoras de eso, la propaganda política y la publicidad también viven felices dentro de este mundo de la radio. Engañar al radioescucha es tan bonito, finalmente, que se le pueden ofrecer productos incomibles, pero con un jingle pegajoso, o las intenciones inconfesables, pero con voces patriarcales de locutores de exquisita pronunciación y de gran dominio de la lengua castellana que abren grandemente la boca para marcar las vocales y acercan sus labios para producir las delicadas fricativas y que eluden magistralmente el efecto grosero de las oclusivas que pueden desagradar al amable auditorio cuando golpean el micrófono como si fuera un golpe en los oídos.

En cien años, la radio ha cambiado mucho, ha tenido grandes modificaciones, pero solo a través de la perspectiva histórica logran verse muchos de ellos, o bien, se miran a través de una visión amplia de las posibilidades comunicativas. Pero me interesa destacar un fenómeno que me parece que se ha desarrollado a lo largo de este siglo de la existencia radiofónica: ese aparente diálogo diferido entre los medios y la sociedad no lo era tanto. En realidad, se trataba de una industria que hablaba y veía la opinión social como algo anecdótico y que consideraba “opinión pública” solo a una élite de voces informadas con capacidad de respuesta. Aparentemente, los medios radiofónicos habían avanzado hacia una respuesta efectiva de la sociedad civil (ese término que Carlos Monsiváis puso en la interpretación intelectual de fines de milenio): la respuesta era posible gracias a las posibilidades digitales, el que escucha puede reaccionar, el auditorio es ahora un actor de la radio. Sin embargo, creo que es necesario tener cuidado, ya que, en caso de ser cierto, lo sería de manera desigual. Esto quiere decir que viviendo en la era de la posverdad, tenemos que aceptar que muchos medios tácitamente hablan para escucharse a sí mismos y para congregar a su alrededor opiniones parecidas a las que se les da tribuna. La posverdad es una manera nueva de la censura porque minimiza el derecho de las audiencias a la información comprobable.

A cien años de la radio, contemplamos un retroceso, pero un retroceso que nos muestra la existencia de grandes sectores sociales que combaten la mentira cuando sale de la radio. Mentira o posverdad, término que tiene un poco más de categoría porque nos lo explican los comunicólogos, los filósofos y los analistas. Miramos que, en gran medida, la posverdad es la autofabricación del desprestigio. Hoy estamos llamados a reflexionar sobre el tema, dado que es el alimento diario de numerosos medios. Sin embargo, hay una gama amplísima de asuntos en el libro de Gabriel Sosa Plata, quien no solo es analista, académico y escritor, sino también historiador de la radio y, por esa razón, es una de las voces a las que recurrimos cuando necesitamos hablar de la radio y de los fenómenos de la comunicación de hoy. Gabriel es también el apasionado entrevistador, gran defensor de la radio pública y sus audiencias, y uno de los principales aliados que tienen hoy las radios indígenas y comunitarias. En este libro se refiere lo mismo a la radio femenina que existió en los años 50 que a la radio universitaria —la cual contribuyó a crear una manera distinta de público desde los años 20, cuando Alejandro Gómez Arias la dirigió: Radio Universidad fue entonces un derivado del movimiento estudiantil de 1929— y, naturalmente, Radio Educación, una estación sobre la cual difícilmente existe otra persona que sepa más (el libro incluye una espléndida reseña histórica sobre esta estación).

Sin duda, la radio mexicana es un tema amplio y diverso. Existen personajes que son épocas que se manifiestan a partir de personalidades. Hay casos como José Gutiérrez Vivó, quien le dio a la radio un giro desde los años 70. No sólo era radio hablada, era una radio con mesas de debate y con entrevistas a los principales actores políticos del país. Está el caso de Jacobo Zabludovsky, pero el suyo es complejo porque su larga carrera le permitió vivir varias etapas de la comunicación y le dio oportunidad de adaptarse a una manera nueva de vivir los medios. Esto significa que para revisar a muchos de los grandes nombres de esta historia se debe recurrir a la mirada más amplia posible, porque fue la misma persona la que dio como nota principal el clima el 2 de octubre de 1968 y la que repudió el desafuero de 2005.

La radio es nuestro interlocutor, es algo que parece decirnos en cada una de estas páginas el autor, pero no quiero avanzar más sin decir que las fotografías que acompañan los textos son extraordinarias: personas captadas en el momento exacto del desempeño de su trabajo, muchas de ellas anónimas, desafortunadamente, pero en otras son grandes figuras de la radio captadas en la cotidianidad. Sí, con la radio hablamos. Yo, por ejemplo, podría decir de mí mismo que tengo una relación más literaria con la radio, para mí es personaje de una historia, es más una idea que una realidad, aun cuando una de mis pasiones sea hacer radio. Me gustan las sensaciones que causa, la manera en que fija las épocas, su proclividad a llenar de canciones las décadas y su forma de ponerle modulaciones particulares a las eras. La elegancia de hace setenta años se moriría de susto al oír los programas de hoy. Mejor ni pensarlo.

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Pero no he dicho que la formación de Gabriel es radiofónica desde siempre, desde antes de la memoria, porque su madre, doña Beatriz Plata, cantaba canciones rancheras en la XEW y ahí conoció a su esposo, guionista de los programas del ejército, don Eduardo Sosa. Me imagino que esa biografía es la que le da a Gabriel la pasión con que trata este tema en las páginas de Días de radio, la puntualización de los nombres de los pioneros como Constantino de Tárnava, un nombre conocidísimo y una biografía que puede ser que no lo sea tanto y que tal vez convendría divulgar más —algo así propone el libro: darle un reconocimiento más amplio al joven neoleonés que hizo la segunda transmisión radiofónica en nuestro país—.

Además, están sus consideraciones en torno a las bandas AM y FM. Yo siento una gran nostalgia por la AM, y Gabriel piensa que esta banda no morirá, aunque sea el espacio de la charlatanería, del zodiaco y el tarot. A lo largo de las páginas se pueden entresacar las preferencias del autor en cuando a la radio más atractiva, a las formas de divulgar arte y cultura. Pero estos cien años son también nuestra oportunidad para pegar en la gran historia de un medio, el breve anexo de nuestras páginas autobiográficas. Esos hermanos de Gabriel que también han compartido este amor por la radio, son parte de la vida familiar. A mí me gustaría decir que, de niño, quizá a los nueve años, mi abuela me llevó al centro, a la calle de Ayuntamiento, a comprar algo para la cocina (cuando se tenía que ir hasta el Centro a comprar algo para la casa) y, de regreso, me dijo que pasáramos por la XEW. Entramos a uno de los estudios, recuerdo que estuve ahí, como si me hubiera pasado, pero en una película que hubiera visto en televisión: Pepe Ruiz Vélez presentó a Lupita Corazón, quien cantó “inspirados boleros”. Antes o después, de eso sí ya no me acuerdo, la ciudad se derrumbó. Me imagino que después.

De esa ciudad he recuperado nostalgias, puesto que en ella se dieron estos grandes momentos de la evocación. Después, fue en Radio Educación, la primera vez que hablé por un micrófono, creo que tenía 19 años; me dejó hablar en su programa don Jesús Elizarrarás, cuando tenía un programa dedicado a la ópera. Aunque me fascinan los programas radiofónicos y todo lo que significan, algo que no me gustaría es volver a escuchar mis participaciones en ellos. Prefiero escuchar las voces de los otros, Las experiencias ajenas, los repertorios que otros nos proponen y las historias que nos cuentan los otros. El otro es el que habla por la radio, nos da noticias de aquella realidad que no conoceremos. Suena psicoanalítico, pero en el fondo es que la voz de la radio es la puerta de entrada a una inmensa comunidad de voces: el mundo en que la palabra adquiere influencia y responsabilidad, proyección en las vidas de los demás. Una realidad que se crea por el oído y que influye en nuestra cotidianidad.

Gracias a Gabriel Sosa por esta nueva edición de un libro clásico, por sus reflexiones y puntualizaciones siempre enriquecedoras. Y a la Editorial Tintable porque ha realizado un trabajo elegante e impecable de este libro. Me hubiera gustado estar esta tarde escuchando a los admirados compañeros que estarán comentando este libro, pero prometo buscar por toda AM y por toda FM a ver si logro captar la transmisión.

Muchas Gracias.

Pável Granados, director de la Fonoteca Nacional.

Diciembre de 2021.

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