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Ancla 1

INTRODUCCIÓN

Sembrar

Leonel Sagahón

Los sismos me sorprendieron a los diecinueve años, unas semanas después de haber terminado el cch. Al susto espantoso, siguió la adrenalina de la emergencia, el trabajo en brigadas, albergues y campamentos. Como a todo capitalino de entonces, los sismos me marcaron y, treinta años después, puedo ver lo profundo que calaron en mi vida, en la de la gente y en mi ciudad. Ciertamente, las historias de esos días son estremecedoras y merecen ser escuchadas porque por su drama y heroísmo hablan de nuestra condición humana. Mas el drama y el heroísmo suelen ser instantáneos, y con frecuencia opacan otras historias brillantes y duraderas que nos describen, pero que también nos enseñan lo que hemos sido y lo que podemos llegar a ser.

Siempre me pareció que la historia de la Comisión Cultural de la uvyd merecía contarse porque es la historia de un sueño hecho realidad, el sueño de una comunidad que se da a sí misma una vida digna, el de la fraternidad, de la camaradería que triunfa en el bien común. Es una historia de la que podemos aprender, tomar ejemplo e intentar de nuevo. Es verdad que todas las historias que se vivieron en la época posterior a los sismos son un poco así, pero ésta destaca porque anida en el arte y la cultura. Más allá de las tareas de salvamento, aquí se cuenta otro renacer, uno que germina en el corazón.

En la Editorial Tintable queremos que nuestros libros inicien conversaciones relevantes, que participen allí donde hacen falta, queremos hacer libros que nutran la curiosidad. En especial, la colección Ojo al Gato se interesa por temas que nadie ha abordado, pero que son valiosos.

Hacer este libro, el de la epopeya cultural de la uvyd, era difícil: requería una investigación profunda, una amplia documentación y su impresión no era económica. Más de cuatro años tuvimos el proyecto en la cabeza y fue hasta que decidimos intentarlo a través del Programa de Coediciones de Conaculta que se abrió la posibilidad de hacerlo. Entonces, llamé a Fernando Betancourt, uno de los fundadores de la uvyd, para saber si creía viable el proyecto: “¡Claro que sí! ¡Qué maravilla! Va a ser otro proyecto de la conmemoración de los treinta años de los sismos”. ¿Treinta años?... ¡Era verdad! No había caído en cuenta de que este 2015 se cumplían tres décadas. Así, inscribimos el proyecto, a la Dirección General de Publicaciones de Conaculta le interesó e iniciamos los trabajos a marchas forzadas para terminar el libro en tiempo récord.

Tintable no es grande, no tiene más recursos que los de nuestro entusiasmo, pero aun así armamos un equipo de gente joven, exalumnos nuestros de la unam y la uacm que, respecto de nosotros (Astrid, Jerónimo y yo), tienen el doble de energía y la mitad de la edad, es decir, no habían nacido en 1985; es más, sus padres ni siquiera se habían conocido. Por esto, sumergirlos en el tema fue un reto: contarles, explicarles quién era quién y, sobre todo, transmitirles la importancia del proyecto. Así, con este equipo, empezamos a localizar a viejos conocidos, a llamar por teléfono, a enviar correos electrónicos. Fernando Betancourt, integrante del Grupo de Teatro Zopilote (quienes fundaron el proyecto cultural de la uvyd) fue nuestro guía y embajador.

Siempre tuvimos claro que nos interesaba darle la palabra a quienes habían vivido la experiencia, recabar sus testimonios. En algunos casos, los protagonistas nos entregaron textos, pero en otros, los entrevistamos y convertimos su conversación en un texto. Acompañamos estas historias con la espléndida gráfica de carteles, volantes, mantas y demás materiales impresos que, de manera puntual y amorosa, conservó Fernando Betancourt todos estos años. Además, reunimos fantásticas fotografías que registraron tanto las jornadas tras los sismos, como la actividad cultural de la uvyd. Este libro está en deuda con mucha gente que, de manera muy generosa, contribuyó desinteresadamente.

A mí me encantó crecer junto a la uvyd. A mis veinte años, su empuje cultural, la gente que atraía y las actividades que hacía me emocionaban e impulsaban mi curiosidad y, sobre todo, me daban un ejemplo de qué hacer con mi mayoría de edad. Tenía poco tiempo de ejercer mi derecho a votar y sentía una gran responsabilidad de ser ciudadano. La Comisión Cultural de la uvyd me daba lecciones de ciudadanía: ser generosos, trabajar para los demás, buscar el bien común y hacer de la cultura un medio para construir un proyecto de futuro compartido, todo ello con entusiasmo y gran alegría.

Desde que me acerqué al campamento de las calles de Chiapas y Córdoba y posteriormente a la casa de Jalapa en la Colonia Roma, mi agenda cultural se nutría de su programación; por eso, cuando en febrero de 1988, siendo estudiante de diseño en el inba, nuestro movimiento de la Coordinadora de Estudiantes del inba (la cea) fue violentamente reprimido por los granaderos y sus perros, no dudé en acudir con mis compañeros a la uvyd buscando apoyo. Me recibió Fernando Betancourt, quien no sólo nos ofreció su respaldo, sino que nos dijo que teníamos que volver a salir a la calle, tomar de nuevo el Palacio de Bellas Artes y no dejarnos derrotar. Con él planeamos un gran acto para el sábado de la siguiente semana y él aportó todo el músculo de la Comisión Cultural de la uvyd: convocaron a los artistas que se solidarizaron de inmediato, a la prensa que asistió puntual y verdaderamente interesada, pusieron su viejo camioncito y el sonido; nosotros invitamos a otras organizaciones estudiantiles (el ceu de la unam, las coordinadoras estudiantiles de la uam y la enah) que entonces reunían a muchísima gente. Hay que considerar que las campañas por la presidencia del ‘88 estaban durísimas, pues Cuauhtémoc Cárdenas estaba haciendo estragos como candidato del Frente Democrático Nacional y Carlos Salinas de Gortari y el pri estaban muy preocupados. El ambiente estaba en llamas y nuestro festival fue un trancazo. Desde la víspera salió información en la prensa y el mero día había cientos de personas. Antes de iniciar, se presentó muy solícito Jaime Labastida Ochoa, que era el subdirector de Educación Artística del inba, que no nos había atendido antes, a preguntar qué se nos ofrecía. Fue una jornada genial, horas de teatro, danza, música y artes plásticas. Pocas veces me he sentido tan contento. Así eran en la uvyd.

La lucha de los damnificados por una solución justa y digna de parte del gobierno se acompañó de un intenso trabajo cultural que la enriqueció; así, el trabajo político y el cultural se hicieron uno. De esta manera, la uvyd confrontó radicalmente la oferta cultural de la ciudad, abriendo un espacio inexistente a favor de un amplio sector popular. Aunque se dirigía a los damnificados, era tan atractiva, que al poco tiempo constituyó una verdadera alternativa para toda la ciudad. Tenían una impresionante capacidad de convocatoria y supieron atraer a grandes artistas, algunos de ellos ya consagrados, como Luis Ángel Silva Melón o Vicente Rojo, y otros apenas debutantes que hoy son famosos. Lograron ponerlos en contacto con un público que no los esperaba en teatros, sino en la calle donde vivían y donde se afanaban todos los días.

La Comisión Cultural no entró en el inútil esfuerzo de buscar foros, éstos eran escasos, estaban codiciadísimos y los controlaban instancias que no admitirían a la comisión, entonces hicieron de la calle su espacio natural. Allí donde se realizaban las manifestaciones de los damnificados, también realizaban festivales. Primero en los campamentos, entre viviendas provisionales, luego en esquinas, plazas y parques, en las explanadas de los monumentos, afuera de los palacios (de gobierno, legislativos o de Bellas Artes). Allí llevaron cine, música, poesía y teatro. Los artistas no cobraban y los eventos eran gratuitos, algo insólito desde la perspectiva capitalista del entretenimiento, pero perfectamente congruente en la dimensión solidaria posterior a los sismos.

En marchas y festivales, se acompañaron de espléndidas mantas monumentales en las que se retrataba una realidad que no cabía en ninguna galería. Con maravillosos carteles, muy modestamente impresos pero súper elocuentes, invitaban a una misma banqueta, donde combinaban un concierto de clavecín con teatro popular, punk-rock y danza contemporánea.

Esta nueva política de la cultura (que era también una nueva cultura de la política) construyó una estética, la estética de la sociedad civil, el rostro de la sociedad organizada fuera de las instituciones; muy diferente de las estéticas de entonces, de la difusión cultural universitaria, de la cultura institucional del gobierno, de la “alta cultura” del inba y, por supuesto, del panfleto de los partidos políticos o de la estética comercial que encabezaba Televisa.

Aunque el proyecto cultural y artístico de la uvyd estuviera marcado por la calle, nunca se trató de un arte callejero, pobretón, marginal o acomplejado. Muy por el contrario, se convirtió en una ética, una poética y una estética de la calle como sitio de todos, lugar de convergencia y espacio de ciudadanía. Una política del arte cuyo fin no es el entretenimiento, sino el encuentro —en el espacio público— de personas en busca de un futuro común, digno y solidario. Una política de la cultura en la que los públicos no eran receptores pasivos desde sus butacas, sino partícipes de un acto dinámico que los incluía.

Presentar arte en el marco de la movilización política podría haber sido muy panfletario, sin calidad artística y erosivo de cultura y la propia política. No fue así por varias razones: porque más allá de creer que toda iniciativa popular tenía que ser buena, la Comisión Cultural supo distinguir las propuestas artísticas de calidad y las promovi; porque al vincular el arte y la política no se impulsó un arte político, sino el uso político del arte, lo cual permitió que las propuestas artísticas se renovaran, rebasando los discursos ideológicos; también porque el contacto directo con el público en la calle, retroalimentó a los artistas, y porque con su hospitalidad, la uvyd estimuló el desarrollo de nuevas iniciativas artísticas, sin pretender encabezarlas. Entre 1985 y 1997, la de la uvyd, más que una oferta cultural, era una propuesta, pues en lugar de ofrecernos algo que ellos traían, nos proponían hacerlo juntos.

Poco después de las controversiales elecciones de 1988 que dejaron a Carlos Salinas como presidente, se instituyó el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (Conaculta) como la instancia encargada de ejercer la política cultural del país. Hay que entender que la implementación de esta nueva política cultural del Estado no surgió de la magnanimidad del gobierno de Salinas, sino que es resultado de una lucha por el derecho a la cultura que inició en el movimiento estudiantil de 1968, se enriqueció en los años setenta y detonó con los sismos de 1985. La presión del —digamos— arte público contestatario, que encabezaba la uvyd, obligó a Conaculta a abrir espacios para estas manifestaciones urbanas. Con Conaculta inició también el programa de becas y financiamientos a la producción, y germinó en los artistas la noción de que se podía vivir de su trabajo a través del Estado. Sin embargo, la conquista del legítimo derecho a los espacios y a los fondos públicos produjo entre los individuos también cierto ánimo competitivo e individualismo que socavó la fraternidad que había reunido a los grupos de artistas en un mismo movimiento. Además, la creciente crisis económica hizo más complicado para los artistas seguir participando en eventos sin cobrar.

En este contexto, en 1997, cuando los integrantes del Grupo Zopilote decidieron dejar de encabezar la Comisión Cultural para iniciar nuevos proyectos en su natal San Luis Potosí, por primera vez la Ciudad de México eligió a su gobernador. El triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas, candidato de la izquierda, abrió un nuevo ciclo en la vida cultural de la ciudad. A la cabeza del entonces llamado Instituto de Cultura del D.F. estuvo Alejandro Aura, quien impulsó programas novedosos como los libroclubs, la Fábrica de Artes y Oficios (Faro) de Oriente y la iniciativa llamada La calle es de todos, con la que se proponía hacer espacio público un lugar de encuentro ciudadano. Sin embargo, la programación de conciertos monumentales en el Zócalo marcó esta administración y varias de las siguientes, y aunque es de elogiar la calidad de los eventos con artistas de talla internacional, el espacio urbano fue ocupado de manera más destacada a través de una oferta dirigida desde el gobierno a un público masivo.

El modelo cultural de la uvyd nunca pretendió ser masivo, se enfocaba más en estimular la pertenencia y el arraigo a los barrios, y en la participación de la sociedad en la experiencia estética y artística. Visto en retrospectiva, hubiera sido interesante para el proyecto de aquel Instituto de Cultura retomar lo realizado en la Comisión Cultural de la uvyd como un ingrediente más para una nueva política cultural. Sin embargo, las autoridades culturales de la ciudad poco conocían este proyecto y su referente no estaba ya en la movilización de los sismos del ‘85, sino en la de los jóvenes universitarios en torno al zapatismo posterior a 1994, cuyo modelo se había construido con base en conciertos masivos y había desarrollado gran fuerza apoyando la campaña de Cárdenas.

A treinta años de distancia, todos reconocen que el terremoto de 1985 no sólo cimbró la tierra, sino que ayudó a parir una nueva ciudad capital y, con ella, un nuevo país. En septiembre del ‘85 arrancó el tour de force de la feroz búsqueda de libertades democráticas que cerró en julio de 1988 con el dudoso triunfo electoral de Salinas de Gortari, pero que mantuvo un fuerte impulso hasta 1997, cuando la Ciudad de México decidió darse un gobierno de izquierda. Las reformas electorales, el nacimiento del Instituto Federal Electoral (el ife) y de Conaculta, la proliferación de las organizaciones no gubernamentales (ong) que promueven agendas ambientales, de la diversidad y los derechos humanos, son parte de los once años formidables en los que las fuerzas ciudadanas batallaron contra el poder. Las primeras buscaban el cambio y la transición democrática, mientras el poder, que en un principio se resistió, tuvo la astucia de camuflarse como una alternativa política electoral, que lamentablemente muchos ciudadanos aceptamos.

Sin embargo, en este libro consideramos al movimiento de los damnificados como uno que triunfó. Treinta y ocho organizaciones diferentes supieron trabajar juntas en la Coordinadora Única de Damnificados (cud) que representó y movilizó a más de cien mil familias, logrando la expropiación de más de cuatro mil predios, la construcción de 120 000 viviendas, la dotación de servicios, la generación de empleos y el derecho a la participación ciudadana. Cumplidos los objetivos que le dieron origen, hoy en día la cud se ha disuelto y la mayoría de las organizaciones de damnificados han desaparecido. Si bien algunos de sus líderes fueron absorbidos por la dinámica clientelar de los partidos políticos, en lo general, como movimiento popular, logró lo que se propuso. En este balance, el papel de la cultura y particularmente el de la Comisión Cultural de la uvyd es también positivo. En palabras de Alejandro Varas, “cuando la gente ve satisfechas sus demandas, deja de participar y esto es natural, pero el trabajo cultural permanece y deja la huella para una mejor manera de vivir”. Ésa es una de las razones por las cuales la uvyd perdura, pues aunque su función en la gestión de vivienda se ha reducido, el trabajo cultural se mantiene, su galería y su escuela están abiertas, así como también las puertas de su casa en la calle de Jalapa 213 en la Colonia Roma. Su hospitalidad sigue albergando iniciativas que no encuentran espacios y esto se ha refrendado ahora que, con motivo de la conmemoración de los treinta años de los sismos, el Comité 19 de septiembre ha sesionado allí.

Vivimos los tiempos más difíciles de la historia moderna de México, la violencia despiadada, la carnicería de una guerra civil no reconocida y un ejercicio brutal del poder gubernamental. El futuro exige una respuesta con lo mejor de nosotros. Como sociedad civil hemos intentado varias cosas, pero ninguna parece haber tenido el poder de revertir la espiral que nos engulle. A la iniciativa de este libro la impulsa el anhelo de que sirva de inspiración a nuevos proyectos, a nuevos activistas de la cultura que fortalezcan lo que nos une; que tejan de nuevo lo que parece estar desgarrado: la comunidad. Esta historia merece ser contada porque si ya lo hemos hecho antes, lo podemos volver a hacer.

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